
¡Qué te estés quieto!, !Que te calles ya!... Gritar a un menor es algo habitual que todos hemos realizado alguna vez. Pero este hecho, aparentemente insignificante, produce efectos dañinos en el cerebro de los menores, además de ser contraproducente para la educación.
El grito activa todas las alertas de peligro; activa el cortisol –hormona que provoca el estrés– y el cuerpo interpreta que está en peligro activando el modo supervivencia. Este modo genera tres posibles reacciones: Huir (se encierra física o mentalmente), luchar (tomar una actitud combativa, enfrentarse al adulto y gritar más fuerte) o paralizarse.